David Haro y el final de todos los desiertos

Recorremos un páramo bajo un ardiente sol que nos consume poco a poco. Nuestros pies torpemente tropiezan con las enormes grietas abiertas infinitamente ante nosotros y una sed despiadada nos arrebata la conciencia con cada gota de sudor que derramamos. Largo desierto, irremediable suplicio. Pero es el humeante horizonte que empieza a traernos visiones esperanzadoras, tal vez espejismos, pensamos; un remoto oasis que parece unir la tierra con el cielo, ¿será ese el lugar que al fin buscábamos? Pero es la confusión creada por nuestra irremediable sed y el infinito cansancio que trae la desesperanza lo que nos empuja a pensar que aquella hermosa visión es simplemente pura irrealidad.

Fue así, cual intempestivo oasis, que irrumpió David Haro ante nuestras atónitas miradas e incrédulos oídos, al presentarse a finales de Julio pasado en ésta nuestra sedienta ciudad. Si tuviera que describir en una sola palabra este feliz concierto, ésta sería “asombro”. La maestría de David para usar la palabra en cada una de sus canciones no puede compararse con nada conocido, como tampoco aquello que nos hizo sentir a quienes compartíamos con él aquellas horas. El mismo Jaime Sabines quedó prendado del talento de este veracruzano bendito cuando tiempo atrás tuvo la oportunidad de conocer la manera en que David mezclaba su esencia jarocha (ese mágico mundo en donde habita la abundancia, la generosidad, el ingenio, la alegría, el erotismo, la naturaleza sin tapujos ni falsos pudores), para musicalizar y dotar de insospechada vida a algunos de sus poemas (“Aguamarina, la ingrata piedra que no mata…”).

Sedientos habitantes del altiplano mexicano, abrevamos en las canciones de David hasta saciarnos, sólo hasta caer en cuenta de que ese lugar que pensábamos en el lejano horizonte, ahí donde se juntaban la tierra y el cielo, estaba ante nosotros, sonriendo, cantando, cerrando las resecas grietas de un desierto que terminamos por olvidar.

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